sábado, 20 de agosto de 2011

Por Qué Cristina Fernández Arrasó En Las Primarias

Razones de la mitad más uno

La combinación de méritos propios, relatos mediáticos forzados y estrategias opositoras contra natura que alumbró el triunfo K. Claves y consecuencias de una elección histórica.


Para los aficionados a los resúmenes, aquí van tres razones sencillas que aproximan una explicación a la contundente cosecha de votos que obtuvo Cristina Fernández de Kirchner:

1) Una mayoría a menudo invisibilizada por los medios hegemónicos respalda la gestión de gobierno, considera que CFK fue artífice –en coautoría con Néstor Kirchner– de un modelo de desarrollo sustentable, y cree que la obra iniciada por ambos aún no ha sido concluida.

2) Otra porción de electores K –volátil, algo culposa– concluyó que enfrente, en la oposición, no hay nada potable. O, para expresarlo en términos más elegantes, ninguno de los candidatos posee una propuesta superadora al Gobierno. El paupérrimo desempeño del autodenominada Grupo A en el Congreso y los múltiples derrapes de campaña ayudaron a consolidar la idea de que, más que una oposición, constituyeron una “máquina de impedir” nociva para el país. 

3) A tres décadas de la recuperación democrática, cada vez más argentinos están inmunizados a la contaminación mediática. Un claro ejemplo de ese avance social lo sufre el Grupo Clarín. Si bien mantiene bolsones de influencia, la Presidenta derribó el mito que por años paralizó a la política argentina: CFK no sólo sobrevivió a centenares de tapas negativas –el límite de supervivencia, según el mito, eran cuatro portadas–, sino que en esa resistencia puso al descubierto a Clarín como el verdadero líder de la oposición. Sacar a Héctor Magnetto de las sombras y confrontarlo le otorgó la simpatía instantánea de empresarios, artistas, académicos y otros referentes sociales que durante años padecieron el yugo extorsivo del Grupo.

Este artículo podría concluir aquí. Pero sería una evaluación incompleta, ingenua, funcional a la maquinaria de la desinformación y la manipulación política que se lanzó a la caza de insólitas teorías para maquillar el categórico mensaje de las urnas. O sea: buscan reducir los comicios a una simple elección de candidatos con resultado sorprendente. Y desconocer, de esa manera, lo que realmente fue: un aluvión de votos que busca sepultar a la Argentina del pasado.

Marcos Aguinis, profesional del lugar común, es quizá quién mejor explota la ignorancia de las clases dominantes en decadencia. Tanto su panfleto best seller como sus esporádicos artículos mediáticos abundan en falacias. Lo más grave: no miente con intención de engañar, sino por pura ignorancia. “Desde el año 2003, cuando resultó imposible que se uniesen Lilita Carrió y Ricardo López Murphy, la sociedad está cansada de políticos que tienen virtudes y no pueden vencer sus defectos”, escribió Aguinis el martes 16 en la página 17 del diario Clarín, sin aclarar, claro, a qué virtudes y defectos se refería. Y siguió: “Esa simple alianza hubiera salvado al país de la era kirchnerista y habría aprovechado el viento de cola para elevarnos hacia un desarrollo genuino, equivalente al que protagonizan ahora Chile, Colombia, Perú, Brasil”. La afirmación agrupa varios de los lugares comunes en los que suelen abrevar los escribas de la nada. Lugar común 1): Aguinis califica de “simple” la eventual alianza entre dos intransigentes sumidos en la intrascendencia por su pródiga capacidad para, precisamente, destruir alianzas. Por otro lado, la elección del domingo demostró que, aun unida contra natura, la suma de los votos cosechados por toda la oposición no hubiese impedido el triunfo K. Lugar común 2): Cómo se verá más adelante, lo del “viento de cola” es el recurso que acuñaron los economistas para justificar los sucesivos yerros de sus predicciones apocalípticas. Lugar común 3): El “desarrollo genuino” que les adjudica a Chile, Colombia, Perú y Brasil –enumeración repetida como mantra entre los opinadores más perezosos– encubre el profundo desconocimiento sobre los disímiles procesos de esos países, y los deseos ocultos del autor y sus seguidores.

En primer lugar, poco y nada se parece el modelo de industrialización con inclusión social del Brasil de Lula con la economía de especulación financiera que infló los números macroeconómicos del Perú de Alan García. Y salvo por la buena relación con los Estados Unidos, tampoco se parecen mucho la economía primarizada y de servicios de Chile con la transferencia de recursos estadounidenses que nutre la demanda agregada de la población colombiana. Pero sin reparar en estos detalles, la enumeración le alcanza a Aguinis para establecer qué tipo de modelo político –no económico– ambiciona para nuestro país: a excepción de Brasil, los otros tres países empleados como ejemplo aplican las políticas de libre mercado que pregona el liberalismo cipayo subsidiado por los think tanks derivados del Consenso de Washington. Un último detalle: como se pudo apreciar recientemente con la revuelta de estudiantes en Chile, o los votos populares que encumbraron a Ollanta Humala en Perú, el “modelo” que entusiasma al autor favorito de la derecha es una fábrica de inequidad y exclusión social.

A pesar de las múltiples inconsistencias de sus afirmaciones, Aguinis es consumido, respetado y retroalimentado por esa maquinaria de propaganda del establishment autodenominada “formadores de opinión”. Alejados de los marcos teóricos que definen la formación de opinión como la combinación de vivencias y relatos, los medios de comunicación –y en especial la televisión– conformaron un heterogéneo grupo de “formadores” compuesto por intelectuales, economistas, dirigentes y comunicadores con ínfulas de gurúes. Esa usina de pensamiento único se nutre de la agenda dispuesta por los medios dominantes para imponer como verdades reveladas determinadas lecturas de lo que ellos llaman “realidad”. Así, por caso, se instaló como una “realidad” que el Gobierno impulsó una reforma del Indec con la perversa intención de mentirle a “la gente” –a estos oráculos les gusta hablar de “gente” y no de “pueblo”, porque les resulta más peligroso que demodé–. El sencillo ejercicio de la duda, que tan bien se les da a los buenos intelectuales y periodistas, hubiese bastado para desarmar esa afirmación: ¿es posible que un gobierno destruya la credibilidad de un organismo estadístico de puro gusto? ¿Habrá motivos políticos o económicos que justifiquen semejante decisión? ¿No será, acaso, que el Indec, como otras tantas jurisdicciones del Estado, había sido tomado como coto privado de consultores, especuladores y banqueros? Esas preguntas, u otras similares, jamás se formularon. Bastó con enfatizar los desprolijos modos gubernamentales en la intervención para establecer que se trató de una decisión mala de toda maldad.

Cualquier economista más o menos honesto podría haber reconocido que el Indec necesitaba una reforma desde hacía tiempo. Que parte de su personal –no todo– mantenía vínculos inconvenientes con consultoras que cotizaban su información privilegiada entre bonistas y especuladores. Se sabía, también, que el criterio estadístico aplicado para establecer el IPC tenía inconsistencias que distorsionaban el diagnóstico, distorsionando, así, el clima político y de negocios. Pero la campaña anti-intervención fue tan expansiva, que casi ningún observador independiente se animó a murmurar esas razones en público para evitar ser tildado de “estropajo K” –o alguna cosa peor–. Por cierto, no ayudó la tumultuosa réplica del Gobierno, que alimentó el griterío con su crónica dificultad para comunicar con serenidad aquello que requiere algo más que una acusación o una chicana. Y en la carrera de exabruptos, se sabe, suele perder el que tiene razón.

Aquel episodio del Indec inauguró una tendencia que se hizo estrategia de la prensa canalla y la oposición en general: toda acción de gobierno que desafiara el statu quo fue tildada de “capricho”. O de “revanchismo” salvaje. O, en el mejor de los casos, de mera especulación electoral. Con esa maniobra se buscó esmerilar medidas de alto impacto simbólico, social y político como la reapertura de los juicios a los genocidas, el matrimonio igualitario, la Asignación Universal por Hijo, la Ley de Medios de la democracia, la inclusión jubilatoria y la restitución del sistema previsional solidario. Estos episodios medulares del modelo K, entre otros, fueron denostados por los nostálgicos del Estado bobo que garantizaba impunidad, concentración económica y sumisión de lo público frente al interés privado. Desactivar ese paradigma fue uno de los pilares que sostuvo al gobierno de CFK en los momentos delicados. Que los hubo. Y en abundancia.

Uno de los montajes empresario-mediáticos más extravagantes y, a la vez, más efectivos buscó establecer que la era K fue beneficiaria de un “viento de cola”. El insólito eslogan, convertido en certeza por los dueños tradicionales del poder y del dinero a través de sus comunicadores rentados, sirvió para que se difundiera la idea de que el Gobierno disfrutaba de un contexto internacional favorable y que ni siquiera su perverso afán de “llevarse puesto al país” podía evitar que esa bonanza global traccionara al alza a la economía local. Un simple repaso de los hechos alcanza para desarmar semejante necedad: de los ocho años de gobierno kirchnerista, los cuatro primeros estuvieron signados por una compleja reestructuración de la deuda pública, el ordenamiento de cuentas fiscales desquiciadas, la restauración de un tesoro saqueado y el fortalecimiento del Estado como rector de la economía. Esa fenomenal reconstrucción se financió, es cierto, con los recursos provenientes de la exportación de commodities a precios internacionales altos. Pero fue la decisión estatal de capturar parte de esa renta excepcional y extraordinaria, y su aplicación estratégica, lo que permitió sentar las bases del crecimiento. En otros tiempos, y con otros liderazgos, ese flujo se hubiese concentrado en las manos de siempre, a la espera de que la abundancia y la gravedad derramaran parte de esa riqueza. La historia demuestra que, contrariando el hallazgo de Newton, el dinero sólo derrama hacia arriba sin un Estado que distribuya a cara de perro.

Si la teoría del “viento de cola” no explica el proceso del primer gobierno K, mucho menos aplica para la gestión de CFK. Su gobierno fue recibido con un violento lockout chacarero que, con aires destituyentes, pretendió restaurar la tradicional concentración de la renta y condicionar cualquier intento futuro de profundizar el modelo de distribución insinuado en el gobierno de su marido. Apenas aplacada esa intentona, la Argentina recibió el “viento de frente” de la crisis económica global de 2008. Ese vendaval obligó a aplicar onerosas políticas anticíclicas que permitieron sostener niveles de empleo y esquivar el estancamiento estimulando la demanda, sin caer en las viejas trampas del endeudamiento condicionante o el ajuste estructural. Con más inteligencia que declamación, el Gobierno logró que todos hicieran un aporte ante la emergencia, pero según su capacidad contributiva: las empresas aceptaron el aumento de la presión fiscal a cambio de estímulos, los trabajadores aportaron a través del “impuesto inflacionario” y el Estado sostuvo líneas de producción con financiamiento y subsidios al empleo.

Las políticas oficiales permitieron amortiguar el costo social de la tormenta, pero redujeron la briosa velocidad de la recuperación económica, demorando la inclusión de sectores vulnerables que fueron expulsados del sistema por generaciones. Los que acuñaron la falacia del “viento de cola” para retacearle méritos a un gobierno que pasó dos tercios de su mandato remando contra la corriente son los mismos que, puestos en pilotos de tormenta, suelen arrojar a los pobres como lastre.

La percepción de esa “realidad completa” –y no el recorte parcial de la realidad que ofrecen los medios dominantes– fue lo que impulsó a muchos desposeídos a ratificar su confianza en el gobierno K. No porque habiten en el paraíso, sino porque saben que la tibia inclusión obtenida por la asignación universal o el empleo –aun en condiciones precarias– activó la movilidad social, asentando expectativas allí donde hasta no hace mucho habitaba la desolación.

Y la generación de esperanza, se sabe, cotiza en votos.

A veces, las cosas son más simples de lo que parecen. En los próximos sesenta días, se escribirá y hablará del “efecto viuda”, del voto “cuota”, de la “oposición mezquina”, de la “voluntad hegemónica”. Es bueno saber que el 23 de octubre se apagarán esos artificios y los argentinos elegiremos por nuestra cuenta. A conciencia. Otra vez.


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