domingo, 23 de octubre de 2011

El Que Puso el Nombre

Efecto Néstor en el debate intelectual. En un país cultural que había elegido diluirse en el anonimato, Kirchner convenció a muchos de hacerse cargo de sus ideas.

Hace un año moría Néstor Kirchner, el hombre, la idea del hombre, que –fue dicho desde todos los espacios políticos– había ganado la batalla cultural. Hace un año moría Néstor Kirchner y esa batalla ganada, aunque el mérito indudable fue emprenderla, no terminaba ni termina en la postergada desinversión de un grupo mediático, por más hegemónico que fuera.

Kirchner fue –es– la lectura de una experiencia: la forma de construir un sentido que fuera más allá de la endiablada disputa electoralista. Por Kirchner, por la idea de ese hombre, los intelectuales comenzaron –luego de un extenso y silencioso período– a tratar de reconstruir sus modelos culturales para representar, poniendo blanco sobre negro, equivocados o acertados, el espíritu de la época. Y en ese juego tan serio como arriesgado, la idea de poner el nombre fue tomando el valor que se creía perdido. Sería demagógico –siempre es demagógico hablar frente a la muerte– plantear que predicó con el ejemplo. Mejor decir que, en un país acostumbrado a escudarse en el anonimato, con intelectuales que sólo firmaban sus libros previo pago de suculentos porcentajes y se santiguaban ante la posibilidad de ideologizar sus apellidos, él, Kirchner, puso el nombre. Y casi casi obligó a ponerlo, a riesgo de quedar al costado de la historia –una historia que, después de mucho tiempo, avanzaba– por no hacerlo.

A días de cumplirse un año de la muerte de Néstor Kirchner (ese demencial año que va de un Censo a una elección y que lo tiene, a su idea, a su nombre, a su modo de entender el compromiso, como personaje ineludible), la cuestión cultural, el hacerse cargo, cobra una dimensión trascendental. Y eso sí, demagogias al margen, es mérito suyo.

Es que Néstor Kirchner logró, entre muchas otras cosas, lo que parecía un imposible: que escritores, pensadores, músicos, artistas, creadores de toda creación dejaran la mil veces mencionada dicotomía pensamiento/política a la que los había confinado, justamente, una política que se despreocupaba de modo olímpico del pensamiento. Logró que la política –la ideología– dejara de ser un terreno que el intelectual no debía transitar so falso pretexto de defender la independencia de sus criterios para que cada hombre y mujer que trabaja con sus ideas quiera decir presente en ese universo que, hasta ayer nomás, era patrimonio de los poderosos en términos económicos.

Hoy, a pocos días del primer aniversario de la muerte de Néstor Kirchner, el mundo de los nombres de los intelectuales se revoluciona. Están aquí y allá, en solicitadas por uno y otro y otro partido. Dicen sí a determinadas ideologías, pelean, se enojan, gritan, ponen el nombre. Y algo más que el nombre: sus ideas.

En tren religioso, debería estar feliz el hombre que logró el milagro.

Que una pelea que parecía sólo factible en el terreno chicanero de los legisladores o en el más visceral de las marchas, haya llegado al de las ideas, resulta por demás beneficioso. Poco importa que las ideas que se defiendan pertenezcan a uno u otro partido, a uno/a u otro/a candidato/a (se sabe que hay partidos que carecen de ideas y candidatos que ídem). Poco importa qué solicitada de apoyo a quién firmó cada intelectual. Importa, sí, que muchos intelectuales comprendieron que tenían algo para hacer público.

Algo que podía salir del terreno más privado de sus libros o sus creaciones para llegar a todos con nombre y apellido.

A pocos días del primer aniversario de aquella muerte, esa muerte que marcó de manera trágica un censo y marca hoy de manera reflexiva una elección, está de más discutir sobre quién es más progresista en esa batalla de ideas. Del mismo modo que es absurdo plantear –como pretenden plantear aún ciertos comunicadores añoradores de las viejas épocas en las que los artistas se quedaban en sus casas creando para quien pudiera comprar sus sueños– quién grita más fuerte la palabra “fascistas” o quién golpea la mesa con más vehemencia para derrotar al adversario.

Poco importa que, a días de esa fecha, quienes firman y ponen el nombre se llamen Sarlo o Forster, González o Sebreli, Fabián Casas o el Negro Fontova. Lo ponen ante la historia. Una historia que abrió un tipo que murió hace un año, poniendo el nombre.

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